De todas las películas que siempre me han parecido injustamente incomprendidas, puede que el caso más flagrante sea el de ALFIE, en la que un joven e inmenso Michael Caine nos mostraba la patética peripecia de un mujeriego el el Londres de mediados de los sesenta. Un tipo al que no sabes si despreciar o admirar, ambas cosas por su galopante desapego emocional, que sólo le permite encadenar múltiples conquistas sin demasiados remilgos, asunto del que se nos quiere hacer cómplices con un reiterado e ingenioso recurso: la visibilización de la cuarta pared mediante las confesiones que el protagonista (nos) hace en primera persona. El guion de Bill Naughton (adaptando su propia obra de teatro) es mucho más inteligente de lo que parece, y su tono, entre desenfadado y escéptico, esconde un último acto revelador y corrosivo, enmudeciendo al inefable seductor, justo cuando una mujer (nada menos que Shelley Winters) decide sustituirle por "otro más joven". Es ahí cuando cobra sentido el aparente cinismo del film, al que curiosamente le funcionan los chistes machistas, lapidando a un tipo de hombre incapaz de ver su propia ridiculez. ALFIE es Caine, y viceversa, y pocas veces se ha sido tan descarnado desde un punto de vista "típicamente masculino", de ahí el gran acierto de su sorprendente sutileza coaxial.
Saludos.
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