Los pasteles ya no son lo que eran. En mi infancia y juventud (y tampoco hace tanto tiempo), uno ingresaba a cualquier tiendecilla de barrio para quedar, ipso facto, envuelto en la gravedad de formas, colores y olores, dispuestos a explosionar posteriormente como un sabor destinado a perdurar hasta estos penosos momentos, en los que la nostalgia acude como único consuelo, a nuestros paladares como a nuestra memoria. Aquellas eran exuberantes cuñas de chocolate, inmensas palmeras de huevo o caracolas de áurea perfección. Y tras el éxtasis, la calma, la plena satisfacción producida por una dosis imperdonable de azúcar, las comisuras aún apergaminadas, alguna mancha en el chalequito con cuello de pico y olor a Flota. Ahora saben lo que yo sentía y por qué; tras ver MONSTER HUNTER, me hago una idea de lo que sienten los que ahora son jóvenes.
Saludos.
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