La impresión tras ver MULAN, de 2020, es la misma que subyace tras visionar cualquier otro live action de los que Disney se lleva sacando de la manga hace demasiado tiempo, y lo que parece que queda. Se trata de hacer caja, sí, pero también queda cierta sensación de orgullo perdido, de enternecedora frustración, o de reconversión equívoca pero satisfecha. La diferencia aquí es que MULAN es concebida a la inversa, ya que la original animaba personajes humanos, por lo que podría parecer que la experiencia sería menos traumática. En parte es así, pero hay algo que parece definitivamente instalado en este tipo de producciones, una extraña vocación por tomar al espectador por un receptor inamovible e incapaz del más mínimo juicio crítico. Y apenas voy a referirme aquí a la película en sí, que de hecho es correcta sin más, un entretenimiento bien facturado y empaquetado. Prefiero quedarme con esa sensación que alude a algo más amplio, nuestra propia condición de (y viene al pelo la reseña de ayer) "seres ante la pantalla". Es posible que espectadores más trillados y curtidos no tengamos de qué preocuparnos, pero habría que reflexionar sobre en qué momento se empezó a reclutar al "espectador obediente", no inculto, sino falsamente culto. Disney ya no es Disney, no hasta que no sea capaz de, como hizo la bruja en su momento, mirarse en el espejo y ver lo que es... Y si es posible dejar de obsequiarnos con manzanas envenenadas...
El apunte viene sobre la directora, Niki Caro. Olvídense de esta cosa y busquen WHALE RIDER, de 2002.
Saludos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario