viernes, 26 de abril de 2019

Génesis, auge, esplendor, caída y entierro



En dos días, las elecciones. Volveremos a las promesas untuosas, las rencillas amortiguadas por la falsa corrección, los fritos variados y los platos de una sola pieza. Política y corrupción. Ciudadanía y honestidad. Todo cabe y todo vale, pero lo nuestro es caber, si no se vale. Rodrigo Sorogoyen ha filmado la película más importante de las que concurrían a los Goya, un valor seguro y un paso adelante que inexplicablemente ningún otro cineasta ha tenido la valentía de dar, al menos con tanta franqueza. EL REINO actúa en dos dimensiones, la del retrato especular de un partido político podrido de corrupción hasta la médula, y que ni siquiera me hace falta citar para que cualquiera lo identifique de inmediato. Pero el punto fuerte es el complejo, certero e inmersivo personaje que, una vez más, vuelve a bordar esa bestia parda que es Antonio de la Torre. Ese tipo influyente, moderadamente arribista, que termina moviéndose como un animal acorralado, entre un cúmulo de traiciones y deslealtades que sonrojarían al mismísimo Shakespeare. Falta, si acaso, algún momento de reflexión, parar y mostrar con sutileza, o dotar de mayor enjundia a personajes que se adivinan claves, aunque lo cierto es que toda esta historia ya la conocemos; sabemos el papel de los medios de comunicación, las lavadoras el sistema, la incógnita sobre la veracidad de los tribunales y esa españolidad tan española y mucho española, que Sorogoyen retrata magistralmente en la primera y fundamental media hora. En ese retablo de abundancias está el alma de la película, porque luego prefiere ir por los caminos del thriller sobreexcitado, y ni siquiera ese frenético recorrido nos prepara para la demoledora escena final, más necesaria en estos días que nunca. Al fin y al cabo, nosotros lo hemos querido...
Saludos.

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... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!