¿Para qué extenderse cuando sólo hay que contar lo preciso, lo importante? Evidentemente, hace falta algo importante que contar, sobre todo para justificar esa gran cantidad de dinero derrochada en filmar lo mismo una y otra vez, una y otra vez...
BELLE TOUJOURS no es (nada de Manoel de Oliveira lo es) fácil de digerir con los ojos de hoy; quizás con los de nuestros abuelos, ojos más ingenuos, no tan suspicaces, más centrados en la verdadera importancia del sujeto-acción que en las excelencias de la técnica.
¿Recuerdan la maravillosa BELLE DE JOUR, del maestro Buñuel?, pues de Oliveira retoma la fascinante historia de aquella extraña masoquista de dual vida sexual en un punto absolutamente insólito: 38 años después y desde la perspectiva de aquel amante frustrado, el único quizá sin beneficio en aquella vorágine de sensualidad. Michel Piccoli es el ya anciano y sibarita y alcohólico y descreído y... ¿por qué no decirlo? secretamente, longevamente enamorado, posiblemente el único que amó de verdad al personaje que aquí se encarga de interpretar Bulle Ogier ¿Para qué, entonces, retomar la neblina moral del universo buñueliano, si de Oliveira da su versión, "su verdad"? Ecos de Chaplin en esas escenas que nadie se atreve a filmar ya, y que cuentan sin palabras y sin mover la cámara mil veces más cosas que los galimatías que tenemos que tragarnos actualmente. Ecos de Godard (¿el centenario director portugués en la nouvelle vague?) en las confesiones con el camarero; y otra vez Buñuel, con las dos insolentes putas atentas desde un rincón. Ecos de Bergman en la delicadísima escena final, con los dos personajes enfrentados en una cena filmada en su integridad y escupiéndose verdades... y otra vez Buñuel apareciendo como un fantasma, un homenaje encarnado en un enigmático gallo.
Todo eso cabe en 70 minutos...
Saludos breves.
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