La filmografía cubana, esa gran desconocida en circuitos internacionales, ha vivido diversos momentos de esplendor. Cierto es que sus inicios, coincidentes con los de la revolución, bebía y mucho de los postulados post-68; panfletarios, por supuesto, e ingenuos, entusiastas, como toda revolución.
Mantener un régimen comunista no es fácil, mantener una escuela autóctona de cine es casi utópico. Y uno de los grandes maestros que salieron de esta escuela fue Tomás Gutiérrez Alea. Con una extensa filmografía aún por descubrir, Alea tardó en asomar fuera de la isla, y lo hizo con una película valiente, FRESA Y CHOCOLATE, abundando en el tema de la homosexualidad. Pero me referiré aquí al título que firmó junto a Juan Carlos Tabío y que fue el último, antes de fallecer. En GUANTANAMERA (el título lo dice todo), asistimos a una celebración de la vida en torno a la muerte, algo que en el Caribe es corriente, chocando con los habituales tabúes europeos. Diríase de un último estertor berlanguiano, con multitud de personajes y situaciones; encuentros y desencuentros a lo largo de una road movie imposible, desquiciada. GUANTANAMERA es un film sin complejos, festivo y fúnebre a partes iguales; un trabajo que "se ve de un tirón", ágil y desenfadado, donde también resuenan los ecos de McKendrick y la Ealing. Es decir, un cajón desastre muy bien organizado que sirvió a G. Alea para desmitificar algunos aspectos de la revolución y, de paso, abrir las puertas a algunos grandes profesionales que a día de hoy siguen desarrollando sus carreras en el extranjero con mayor o menor fortuna, como son los casos de Jorge Perugorría o Mirta Ibarra.
Saludos de donde crece la palma.
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