El gran dilema, persistente hasta nuestros días, de los cineastas jóvenes, primerizos, que han de foguearse en pequeñas producciones sin apenas presupuesto, siempre ha sido evitar la sensación de "teatralidad". Los espacios únicos, las cámaras estáticas, los actores sin experiencia previa más allá de las tablas. Es el gran reto, el que criba a autores que se sobreponen a cualquier adversidad y los separa de los que no pasan del teatro filmado. A propósito de Charles Vidor, hoy día un nombre mítico del Hollywood dorado, su cine siempre fue más de ideas que de imágenes, pese a ser el artífice de algunas efigies icónicas de ese Hollywood, me detengo en su tercera película, que es mucho decir. DOUBLE DOOR fue una humilde apuesta de la Paramount, para recrear ambientes góticos, y poner en pie una historia que aunaba ambición desmedida, control emocional y el inquietante "tercer elemento", que a la manera de Poe quedaba reflejado en una misteriosa cámara secreta a prueba de ruidos. Vidor sale indemne de la prueba, y consigue filmar un producto pequeño pero digno, con mucho engolamiento y declamación, pero con algunas soluciones diegéticas más que interesantes para 1934. Como gran curiosidad, su protagonista, Mary Morris, perfecta encarnación de la arpía solterona y controladora, que no puede soportar el matrimonio de su hermana pequeña, e idea un diabólico plan para frustrar tanta dicha. El caso es que Morris, que venía del teatro, sólo tuvo este papel en el cine, y además su caracterización de vieja amargada tiene su mérito, al contar con apenas 38 años.
Una películita que se ve en un suspiro, un poco anticuada en las formas, pero que no deja de suscitar admiración por cómo el cine siempre aspiró a separarse del teatro.
Saludos.
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