CHARIOTS OF FIRE podría encabezar otra lista, menos glosada ni transitada, una en la que cabrían pocos títulos, no por menores, ni por sobrevalorados, sino por unas características que son difíciles de ver hoy día. Personalmente, creo que lo más ajustado sería hablar de film mítico, incluso fuera de las habituales epopeyas épico-deportivas. Por un lado está el tono, extraño, roto desde la inolvidable escena de apertura, con los acordes de Vangelis cabalgando junto al grupo de corredores en la playa; es uno de esos momentos de rara belleza, desacompasada pero armónica, que lleva al espectador a un tiempo pretérito con elementos presentes. Luego está la historia de Eric Liddell y Harold Abrahams, un escocés y un judío, que sin embargo fueron los atletas más grandes de su época en las islas británicas. Su historia ejemplifica el sinsentido de las banderas, aun jugando constantemente con un sentimiento patriótico que ni siquiera era el motor de estos deportistas. Liddell, de fuertes creencias religiosas, se negó incluso a correr en Domingo en las Olimpiadas de París, y Abrahams era un competidor nato, poseedor de una insatisfacción perpetua. Ésta es su historia, bellamente filmada por un director que luego ya no hizo nada tan interesante, que ganó cuatro oscars contra todo pronóstico, y que se convirtió (ya han pasado 40 años) en uno de esos contados acontecimentos, muy escasos, en los que una película supera su propia circunstancia, lo que no parece casual en su caso.
Y aprovecho para dedicar esta entrada a mi amiga del alma, Cindy... Meet you soon!!!...
Saludos.
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