Lo que hace a IKIRU una obra maestra absoluta, incluso uno de esos films capaces de crear verdadera escuela, es su carácter diferencial, cómo Akira Kurosawa (y por supuesto Takashi Shimura, su protagonista) expande la mera narrativa para ofrecernos un retrato inagotable sobre la dignidad, posible, de hecho posibilista, del ser humano, una vez éste toma conciencia de su finitud, y por tanto del absurdo de su cometido cotidiano. Nada más evidente que la kafkiana oficina burocrática, donde el eterno papeleo ahoga cualquier iniciativa ciudadana, en pos de un orden que no es más que el triunfo de lo inalterable ¿Acaso hay algo menos hagiográfico que ceder a la debilidad de saberse en los últimos días? Watanabe expresa el deseo de "vivir", recuperar una magdalena que creía perdida para siempre, capturar esos días en toda su inapreciada singularidad, exprimir cada segundo. No, no estamos ante un héroe como podría imaginarlo por ejemplo un Capra, sino ante un "lúcido derrotado", tardío pero no por ello ajeno a su propio y ridículo propósito de redención. Ahí se hace patente la imposibilidad de trasladar este tono, amargo y desencantado, hermoso y brutal, hasta nuestros días, donde antes al contrario admiramos la opacidad funcionarial como el triunfo de un sistema que, en el colmo del absurdo, es fin en sí mismo.
Obra maestra absoluta.
Saludos.
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