miércoles, 27 de marzo de 2013

En bronce



Hay algo que me conmueve profundamente en CHEYENNE AUTUMN (EL GRAN COMBATE, aquí), penúltimo film de John Ford y último western del gran maestro (esto no lo digo sólo por el western, ya lo saben...). Es ésta una película extraña, panorámica (amplíen el término a su gusto), cuyo mayor error es querer abarcar tantísimo terreno que parece incapaz de dejar nada atrás. De ahí surge el desgajado capítulo central, protagonizado por un divertidísimo James Stewart dando vida a un socarrón Wyatt Earp, y que desemboca en una descacharrante carrera de carros que podría haber firmado el mismísimo Chaplin. Sin embargo, sus casi tres horas quedan ubicadas en dos bloques principales, al principio y al final. Todo comienza con una imponente escultura de un indio a caballo, un fondo rojo y la partitura de Alex North que, según dicen, tan poco gustó a Ford y que a mí me parece sublime. El tema a tratar no es cualquier cosa, pues debe dar cuenta del último estertor del pueblo Cheyenne tras ser erradicados de sus tierras en Wyoming y confinados en una reserva en Oklahoma; y debe mostrar el engaño con esa mezcla de lo más noble y lo más bajo que con tanta soltura Ford deslizaba, sin aparente dificultad, entre unos planos, si bien menos elocuentes que en obras superiores, sí que amalgaman obsesivamente una fiebre pictórica llevada hasta sus últimas consecuencias. Aquí hay que remarcar el trabajo de fotografía, en un espectacular Super Panavision de 70 mm., de William H. Clothier, que estuvo en puertas del único oscar al que optaba. Los actores están bien algunos (Richard Widmark, sobre todo, y una aparición estelar de Edward G. Robinson), pero a otros la carga parece que les sobrepasa, aunque no veo justo nombrarlos, y sí que no puedo evitar qué hubiese sido de este gigantesco fresco con la presencia de John Wayne... pero ya nunca lo sabremos, claro. Es curioso cómo este "Ford" ya con 69 años busca el concilio entre el "gran relato historicista" y la hondura dramática en unos diálogos que, precisamente por su indecisión, quedan algo forzados, menos "naturales", si se quiere. Pero como testamento sigue resultando, a cincuenta años vista, francamente imponente, una estupenda lección para directores ambiciosos y, desde luego, la constatación de que todos los torpes, miopes y envidiosos que alguna vez acusaron a John Ford de racista han tenido que meterse la lengua en aquella parte tan alejada del cerebro... Véanla, con paciencia, pero véanla...
Saludos del hombre blanco.


2 comentarios:

miquel zueras dijo...

Muy buena película y me encanta esa escena en el salón con una mesa en la que se encuentran jugando al poker nada menos que James Stewart, John Carradine y Arthur Kennedy.
Saludos. Borgo.

dvd dijo...

Sin embargo a mí me descoloca ese interludio, que por sí solo funciona muy bien pero que no sé cómo ubicar entre la ampulosidad que me está describiendo Ford, antes y después. Parece más bien un insólito arrebato de autor en un director que solía tener muy pocos...

... ¿Y todo esto lo ha hecho usted solo?...
No, necesité estar rodeado de siete mil millones de personas...

¡Cuidao con mis primos!