A Paul Schrader se lo perdono casi todo, y afirmo que tiene una de las reinvenciones más drásticas y cojonudas (por ese orden) de una generación que tampoco es que haya sabido perdurar con tanta dignidad. Mucho de eso hay en OH, CANADA, donde se nota mucho el material ajeno, que obliga a Schrader a frenar donde sus guiones precisamente explosionan. No me funciona como improbable reencuentro con Richard Gere, al que literalmente descubrió; tampoco como un retrato sobre la enfermedad y la decadencia, que va perdiendo interés cuanto más se explicita; y mucho menos la peripecia sentimental de su protagonista, un tipo bastante despreciable, que por algún ensalmo que se me escapa es irresistible para todo el mundo. Podría observarlo como un extraño tratado sobre el patetismo, la conmiseración como único baluarte de un matrimonio sin química alguna, o lo que creo que atrae más al propio Schrader, que es la imposibilidad de renunciar a una vida artística que, sinceramente, tampoco es tan apasionante como aparentaría la figura de un documentalista de éxito, que accede a participar en un documental en el que promete abrirse en canal, previendo que le queda poco de vida, mostrando una personalidad que no es la que sus allegados tenían idealizada.
Schrader también se hace mayor, y aunque hasta ahora no había notado una mengua en sus últimos trabajos, este último film se me hace pequeño, intrascendente y casi innecesario.
Saludos.